Por: Dr. Freddy R. Centurión
Abogado, Historiador y Docente de la Escuela de Derecho de la Universidad Particular "Santo Toribio de Mogrovejo"-USAT. Lambayeque
Augusto Bernardino Leguía y Salcedo,
ex presidente de la República, es uno de los personajes más interesantes y
controvertidos de la historia nacional. Su actuación marcó las tres primeras décadas
del Perú del siglo XX, a tal punto que autores como Julio Cotler, lo han
calificado como el padre del Perú contemporáneo.
Descendiente de un funcionario del Estanco del Tabaco virreinal y de un prócer de la independencia local, Augusto B. Leguía nació en febrero de 1863 en el entonces Puerto Mayor de San José. Creció la otrora opulenta Lambayeque, cada vez más superada por el pujante crecimiento de Chiclayo. Su familia optó por enviar al joven a estudiar en Chile, y a su retorno, ante la guerra de 1879, con apenas 17 años, Leguía se enroló en la Reserva, combatiendo en la batalla de Miraflores en 1881. El valor desplegado por los defensores de la capital no pudo evitar la derrota y los chilenos ingresaron a Lima.
Terminada la pesadilla de la guerra, Leguía se consagró al trabajo, buscando lograr una mejor posición económica y social. Si bien medía algo más de metro y medio de estatura, tenía una personalidad atrayente, siendo descrito como “un dinamo empacado en una caja de reloj”. Como agente de seguros, Leguía fue labrándose un nombre ante los financistas internacionales. Con su matrimonio con doña Julia Swayne y Mariátegui, reforzó su ascenso social y entró de lleno a los negocios azucareros y algodoneros. Y a pesar de esta actividad incesante, encontraba tiempo para su legendaria afición por la hípica. De esta forma, para 1900, Augusto B. Leguía tenía una renta de más de doscientos mil soles anuales, monto que no ganaba ni el Presidente de la República ni el gerente del más importante banco de entonces.
Hasta entonces, Leguía no se involucraba en política pero su amistad con el líder civilista Manuel Candamo cambiaría las cosas. Entre 1903 y 1907, bajo los gobiernos de Candamo y de José Pardo, Leguía fue un dinámico Ministro de Hacienda: incrementó los ingresos públicos, restauró el crédito externo del Perú, y con gran confianza en el potencial económico del Perú, defendió la necesidad de obras públicas, las que asustaron a la vieja guardia civilista; ello lo fue alejando del Partido Civil.
En 1908, Leguía fue electo Presidente de la República, desempeñando el cargo hasta 1912. Su gobierno fue sumamente agitado: amenazas de guerra en las fronteras, constantes problemas con Chile, montoneras en el interior, fuerte oposición parlamentaria. En 1913 fue desterrado. Desde su exilio, Leguía se dio cuenta de la urgente necesidad de modernizar al Perú. Al retornar en 1919, fue aclamado candidato presidencial y tras dar un golpe de estado, gobernó el Perú durante once años, entre 1919 y 1930, eliminando al civilismo de la escena política sin tocar su poder económico.
Sus partidarios sostienen que el régimen de Leguía, la “Patria Nueva”, buscó modernizar al Perú, brindando al Estado debía asumir un rol intervencionista y promotor en el desarrollo nacional. Y es verdad. Basándose en gran medida en préstamos extranjeros, Leguía subrayó el crecimiento material del país, en prácticamente todos los aspectos de la vida peruana. El régimen leguiísta construyó carreteras y redes ferroviarias, instalaciones portuarias, proyectos de urbanización e irrigación, entre tantas obras públicas. Convencido que el crédito del Perú se incrementaría con la solución de las disputas fronterizas pendientes, Leguía solucionó la mayor parte de nuestros problemas limítrofes, en algunos casos de forma discutible, pero con ello, brindó al Perú la tranquilidad para consagrarse a su desarrollo, abriendo en exceso las puertas a la inversión norteamericana en el Perú.
Sus enemigos criticaron el autoritarismo del régimen, la política de reelecciones (1924 y 1929), la adulación extrema al Presidente y la corrupción de varios de sus colaboradores. Cierto, Leguía fue autoritario, pero no brutal: prefería desterrar que liquidar. “A pesar de ser un jefe de Estado de primer orden, lo rodeaba una camarilla…, que se aprovechó para hacer fortuna. Leguía cometió el grave error de prestar oídos a los halagos de esa gente, que después de 1930 mantuvo la riqueza lograda a costa de quien murió pobre y olvidado” diría Luis E. Valcárcel.
Pese a todo, Leguía gobernó once años. Pocos se le opusieron hasta el inicio de la Gran Depresión en 1929, tras la cual, su régimen no pudo mantener la lealtad de los militares, talón de Aquiles que sería fatal en agosto de 1930, en que fue derrocado por el cuartelazo de Arequipa, encabezado por el comandante Sánchez Cerro.
Apresado y encarcelado en condiciones inenarrables para su edad y su salud en la Penitenciaría de Lima, Leguía fue enjuiciado por un Tribunal de Sanción al margen de las leyes, negándosele el elemental derecho de defensa. Trasladado bajo escolta al Hospital Naval de Bellavista, el anciano sucumbió en febrero de 1932, pesando apenas algo más de 30 kilogramos. Su muerte no fue suficiente para sus enemigos. Se buscó extirparlo de la historia nacional. El silencio y el olvido, cuando no la calumnia y el error, cayó sobre su memoria.
Conocer quién fue en verdad Leguía, no es necesariamente reivindicarlo. En una reciente conferencia sobre la memoria del leguiísmo, la historiadora francesa Ombeline Dagicour afirmó que a más de ocho décadas de la muerte de Leguía, es tiempo ya de superar las memorias distintas que han quedado de él, desligándose de la mitificación y de la demonización. Y en efecto, conocer la verdad sobre Leguía es realizar un acto de justicia colocando en su justa medida y apreciación a una de las figuras más grandes de nuestra historia republicana, un hombre visionario y controvertido que marcó el Perú; que, en célebre frase de Federico More, “fue audaz como Piérola, vivaz como Castilla, desdichado como Salaverry”; que tuvo grandes méritos en aras de la modernización del país; que cometió graves errores al asumir un estilo autoritario de gobierno; que tuvo un triste e inmerecido final, encarcelado, en medio de la pobreza y con cristiana resignación, algo sin paralelo en nuestra historia.
Para concluir, creo que sería mejor recordar las palabras de don Augusto ante el Congreso en 1906: “Es menester que una vez por todas se sepa que este Perú tan hollado y vilipendiado, tan escarnecido y abatido, tan engañado y maltratado en todas partes, es una fuente de riqueza inagotable, y que si sus naturales productos no han constituido hasta ahora un emporio de riqueza ha sido por nosotros mismos, porque en el Perú, y como soy peruano tal vez como nadie, desde que hace más de 250 años que mis progenitores viven y mueren en esta tierra, puedo declarar que nadie, absolutamente nadie ha hecho más daño al Perú que nosotros mismos… porque no estamos penetrados de la necesidad y conveniencia de vivir unidos, porque no hemos tenido ocasión, tal vez, de ver las ventajas que de esta unión se derivan, porque no hemos buscado la oportunidad de explotar las riquezas del país, y porque creemos que yendo por otro orden de ideas, alejados de la explotación de sus riquezas naturales, podemos hacer por nosotros mismos, más de lo que se podría conseguir mediante ese espíritu de confraternidad. Pero ese ha sido un error capital, esa es la causa de todos nuestros daños, y debemos en lo futuro combatirla… en este país hay recursos inagotables; el día que todos contribuyamos en la obra de explotarlos, ese día el Perú no necesitará de nadie ni de nada”.
Augusto B. Leguía. Presidente Peruano Lambayecano |
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