jueves, 16 de enero de 2014

POR UNA CULTURA DE DEBATE


Por Darwin Hernández Zeta
Piura-Perú

La evolución de la democracia en América Latina es un camino sinuoso, rico tanto en logros como en interrupciones y violencia. En su transcurso, se evidencia los enormes desafíos de la participación ciudadana: cuando se abren instancias para la participación de diversos actores sociales, surgen, inevitables, visiones encontradas, conflictos de intereses y posiciones que parecen irreconciliables. Las sociedades latinoamericanas, en su alternancia entre gobiernos elegidos por el voto y dictaduras cívico-militares, muchas veces desestimaron el debate por considerarlo un signo de debilidad y, al mismo tiempo, calificaron la fortaleza en el liderazgo como una característica opuesta a la conciliación. Una visión compartida por muchos es la de la política como un mal en sí, un símbolo de la corrupción que aqueja a la gran mayoría de los países de la región y un impedimento para la gobernabilidad. Estas percepciones pueden ser fácilmente asociadas con otra opinión común: cuando se debaten públicamente proyectos que afectan al desarrollo de las comunidades, las decisiones ya han sido tomadas y esas discusiones no reflejan el proceso y las razones que, en realidad, llevan a la toma de decisiones. Los debates son entonces una formalidad y, de modo similar, la política es poco más que una escusa para legitimar mecanismos de decisión opacos. En definitiva, la sociedad sospecha que las decisiones importantes se toman fuera de los ámbitos deliberativos a los que la mayoría tiene acceso o representación.

La interrupción de gobiernos elegidos mediante mecanismos democráticos más o menos transparentes, son ejemplos de la crisis de legitimidad que afecta a la dirigencia política en una parte importante de los países latinoamericanos. En el caso de las naciones con mayor presencia de pueblos originarios países andinos y mesoamericanos, los fuertes cuestionamientos a los liderazgos políticos tradicionales reflejan asimismo una deficiente representación de minorías en algunos casos, mayorías indígenas en sus estructuras.

Cuando nuestras sociedades privilegian la firmeza y la ejecutividad en sus liderazgos por encima de los mecanismos deliberativos que necesariamente requieren más tiempo y compromiso, el costo es alto en términos de participación ciudadana: la gente se desentiende de la política y, con ello, de sus derechos y responsabilidades cívicas, estas reacciones de desencanto, apatía y alejamiento de las instancias de participación ciudadana son aún más preocupantes cuando afectan a una importante cantidad de jóvenes.

Pero existen también reacciones opuestas, que aprovechan esta crisis de los liderazgos y de la política tradicional como una magnifica oportunidad para la experimentación, así como para la adaptación y el fortalecimiento de la democracia en la región, que ha dado origen a nuevas instancias de participación y de debate. La crisis ha abierto espacios y oportunidades extraordinarias para cuestionar ideas y marcos institucionales centenarios, muchas veces percibidos como inalterables, y ha generado la posibilidad de repensar la idea misma de ciudadanía, con la mirada puesta en aquellas minorías y mayorías históricamente relegadas a una representación insuficiente e inadecuada, y a la exclusión social. Es indudable que la democracia en algunos países de América Latina ha dado lugar a fenómenos políticos de inclusión. Sin embargo, estos han venido acompañados en mayor o menor medida por una creciente polarización social y, en consecuencia, por grandes dificultades para el establecimiento de diálogos constructivos. Estamos presenciando una coyuntura regional extraordinaria, que propone debates esenciales para la sociedad.

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